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Hace doce años,
la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su intención era estudiar chino
(que ahora habla con fluidez pasmosa) y mantenerse dando clases de inglés a los
nativos de Taipei de habla china. Fue aproximadamente un año antes de que yo
conociera a mi mujer, que entonces hacía los cursos de doctorado en la
Universidad de Columbia.
Un día, mi
futura cuñada estaba hablando con una amiga norteamericana, una joven que
también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus
familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:
–Tengo una
hermana que vive en Nueva York –dijo mi futura cuñada.
–También yo
–contestó su amiga.
–Mi hermana vive
en el Upper West Side.
–La mía también.
–Mi hermana vive
en la calle 109 Oeste.
–Aunque no te lo
creas, la mía también.
–Mi hermana vive
en el número 309 de la calle 109 Oeste.
–¡La mía
también!
–Mi hermana vive
en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.
Su amiga suspiró
y dijo: –Sé que parece un disparate, pero la mía también.
Es prácticamente
imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en
las antípodas, separadas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y
cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jóvenes se
maravillaban en Taipei de la sorprendente conexión que acababan de descubrir,
cayeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemente dormían en aquel
instante. En el mismo piso del mismo edificio del norte de Manhattan, cada una
dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía
lugar en el otro extremo del mundo.
Aunque eran
vecinas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se conocían.
Cuando por fin
se conocieron (dos años después), ninguna de las dos seguía viviendo en el
mismo edificio.
Siri y yo ya
estábamos casados. Una tarde, camino de una cita, nos paramos a echar un
vistazo en una librería de Broadway.
Seguramente
curioseábamos en diferentes secciones, y, porque Siri quería enseñarme algo o
porque yo quería enseñarle algo a ella (no me acuerdo), uno de los dos llamó al
otro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos acercó corriendo.
«Ustedes son Paul Auster y Siri Hustvedt, ¿verdad?», dijo. «Sí, exactamente»,
contestamos. «¿Cómo lo sabe?»
La mujer nos
explicó entonces que su hermana y la hermana de Siri habían estudiado juntas en
Taiwan. El círculo se había cerrado por fin.
Desde aquella
tarde en la librería, hace diez años, esa mujer ha sido una de nuestras mejores
y más fieles amigas.